martes, 5 de febrero de 2019

ANA MARÍA MATUTE (1925-2014)



-       Profesora universitaria y miembro de la Real Academia Española donde ocupó el sillón “K”. Fue la tercera mujer elegida para ello. También fue propuesta para el Nobel. Ha ganado los premios Nadal, Planeta, Cervantes, Nacional de narrativa, Príncipe de Asturias.

-       con once años vive la Guerra Civil, experiencia que la marca profundamente. Esto aparece en sus primeras novelas como Los Abel (1948) o Los soldados lloran de noche (1964).
-       Su prosa es, habitualmente, muy lírica. También tiene cierta cercanía con temas modernistas y surrealistas.
-       Es muy habitual en ella la aparición de protagonistas adolescentes.
-       Son también temas habituales la maldad, el egoísmo, la hipocresía, la desmoralización…(quizá no solo pesan sus vivencias en la Guerra Civil, sino su divorcio en los años 60 y la pérdida de custodia de su hijo). Pero el tema fundamental que domina en todas ellas es la guerra.
-       Es muy habitual que reúna sus obras en trilogías. Se suele considerar la mejor de ellas “Los mercaderes” (formada por: Primera memoria, Los soldados lloran de noche y La trampa).


OLVIDADO REY GUDU (1996)
-       Se inserta dentro del género de novela fantástica de ambientación caballeresca (o novela épica fantástica) pero situada en reinos maravillosos (en este caso, el reino de Olar). Se mezclan también elementos de las narraciones de hadas. Este género se debe entroncar en Occidente con varios autores fundamentales. Por una parte, R.E. Howard, creador del personajes de Conan el Bárbaro y la guerrera Red Sonya; C.S. Lewis, autor de Crónicas de Narnia (siete novelas en la década de 1950); pero sobre todo con J.R. Tolkien y sus obras El hobbit y la saga de El señor de los anillos.
-       El libro va dedicado a Hans Christian Andersen (autor de cuentos como El patito feo, La sirenita), Charles Perrault (autor de cuentos como La Cenicienta, Pulgarcito, La Bella y la Bestia…) y los hermanos Grim (El sastrecillo valiente), quienes a través de sus fábulas y cuentos de la infancia condicionaron a la autora.
-       En sus últimos años, la autora aporta otro título de novela fantástica: Aranmanoth (2000)  y un título que mezcla la fantasía y la infancia: Paraíso inhabitado (2008).
-       El significado de la narración es principalmente antibelicista, pero no está exenta de violencia. Esta temática la entronca con la novela de mediados de siglo.
-       Hay multitud de personajes (Rey Gudú, Reina Ardid, Conde Olar, Príncipe Predilecto, Princesa Tontina, Ancio, Bancio, Cancio, Dancio, Encio…). Los personajes cambian de visión y de carácter. Unas veces son odiosos, otras veces sentimos compasión hacia ellos. Los dos únicos personajes auténticamente buenos son Almíbar y Predilecto, pues los dos protagonistas, el Rey Gudú y Ardid, aunque correctos en esencia, no están exentos de maldades y egoísmos.
-       Técnicamente, el narrador es omnisciente y muchas veces adelanta acontecimientos que pasarán mucho tiempo después, con un fin profético.
-       El libro comienza y termina con una maldición.
-       El hilo argumental es la niña Ardid, que tras ver cómo sus padres son asesinados, decide vengarse ayudada de un hechicero.
-       La obra está repleta de fábulas y de personajes mitológicos y la autora realiza más de un guiño que nos devuelve al mundo de los cuentos de la infancia, ese territorio remoto en el que habitaban reyes, princesas, magos y todo tipo de criaturas fantásticas. Algunos personajes, como el Trasgo del Sur, tiene poderes mágicos.


ARGUMENTO
La novela nos narra la historia del reino de Olar, fundado por el hijo del conde Olar, el rey Sikrosio, un reino que comienza a formarse a partir de lo que sólo era un condado a fuerza de una ambición desmedida, crueldad sin límites, el más puro egoísmo y también algo de azar. Para empezar, Sikrosio no duda en matar a todos sus hermanos para conseguir el poder absoluto. La historia de Olar y sus sucesivos reyes viene a ser una metáfora de la humanidad, de su lado más cruel y brutal, pero también es el relato de las pasiones, anhelos y virtudes de sus personajes. Como cabe imaginarse, Olar se irá construyendo a lo largo de sucesivas guerras, expandiendo su territorio hasta alcanzar su límite. El esplendor del reino de Olar llegará con Volodosio, hijo de Sikrosio.
 Volodioso conquista los reinos vecinos por la fuerza bruta, aniquilando prácticamente a todos sus enemigos. Una de las pocas personas que sobreviven es Ardid, la hija de un rey al que Volodioso mata. Ardid jura vengarse de Volodioso y, con la ayuda de su maestro El Hechicero invoca al Trasgo del Sur, que acepta ayudarla en sus propósitos a cambio de vino. Como parte de su plan de venganza, siendo todavía una niña, Ardid se casa con Volodioso, pero éste se cansa pronto de ella y permanece ocupado haciendo la guerra o acostándose con otras mujeres. Cuando Ardid es ya una mujer, Volodioso tiene un hijo con ella, al que llamarán Gudú en honor a un gran rey del pasado.
 Cuando Gudú tiene tres años, su padre Volodioso es herido de muerte en una cacería, al ser embestido por un jabalí. En su lecho de muerte, convoca a sus hijos para nombrar el que será su heredero. Por una cuestión azarosa, la mano que Volodioso iba a posar sobre la cabeza de Predilecto, el hijo de su primer matrimonio, acaba posándose sobre Gudú, que se había metido bajo la cama del rey en busca de una pelota y sale justo en el momento en que la mano de Volodioso, con su último aliento, buscaba la cabeza de Predilecto, pasando a ser el niño Gudú el designado como sucesor.
 Gudú es nombrado Rey de Olar, pero debido a su obvia inmadurez, Ardid pasa a ser la regente del reino hasta que su hijo tenga la edad suficiente. La Reina decide que para que su hijo sea el más grande rey que ha habido nunca en Olar debe extirparle todo el amor y la posibilidad de amar, para lo cual recurre a los poderes mágicos del Trasgo. Esto tenía una condición: si le extirpaban la capacidad de amar, con ella, desaparecería también la capacidad de llorar y, si lloraba alguna vez, todo sería olvidado.  A partir de ese momento comienza la historia del reinado de Gudú en el que irán apareciendo muchos más personajes que desencadenarán más aventuras.











TEXTOS:
Los hijos del Conde Olar heredaron la extraordinaria fuerza física, los ojos grises, el áspero cabello rojinegro y la humillante cortedad de piernas de su padre. Sikrosio, el primogénito, tenía más rojo el pelo, también eran mayores su fuerza y corpulencia, su destreza con la espada y su osadía. Por contra, de entre todos ellos, resultó el peor jinete, precisamente por culpa de aquellas piernas cortas, gruesas y ligeramente zambas que algunos —bien que a su espalda—tildaban de patas. Si hubo algún incauto o malintencionado que se atrevió a insinuarlo en su presencia, no deseó, o no pudo, repetirlo jamás. Desde temprana edad, Sikrosio dejó bien sentado que no se trataba de una criatura tímida, paciente, ni escrupulosa en el trato con sus semejantes. Su valor y arrojo, tanto como su naturaleza, no conocían el desánimo, la enfermedad, la cobardía, la duda, el respeto ni la compasión. Pronunciaba estrictamente las palabras precisas para hacerse entender, y no solía escuchar, a no ser que se refiriesen a su persona o su caballo, lo que decían los otros. No detenía su pensamiento en cosa ajena a lances de guerra, escaramuzas o luchas vecinales y, en general, a toda cháchara no relacionada con sus intereses. Cuando no peleaba, distribuía su jornada entre el cuidado de sus armas y montura, la caza, ciertos entrenamientos guerreros y placeres personales —no muy complicados éstos, ni, en verdad, exigentes—. Era de natural alegre y ruidoso, y prodigaba con mucha más frecuencia la risa que la conversación. Sus carcajadas eran capaces de estremecer —según se decía— las entrañas de una roca, y aunque consideraba probable que un día u otro el diablo cargaría con su alma, tenía de ésta una idea tan vaga y sucinta —en lo profundo de su ser, desconfiaba de albergar semejante cosa— que poco o nada se preocupaba de ello. Amaba intensamente la vida —la suya, claro está— y procuraba sacarle todo el jugo y sustancia posibles. A su modo, lo conseguía.

Siete velones ardían en torno a la mesa —rarísimo alarde en el Torreón del Conde Olar— para alumbrar la comida del Príncipe Heredero. El fuego ardía permanentemente, día y noche, junto a él, y sin embargo, temblaba de continuo. Tenía los ojos asustados, miraba con recelo hacia los rincones oscuros, apenas pronunciaba una palabra, menos aún una orden. Noche tras noche, desde su llegada, Sikrosio le servía la mesa y guardaba su persona. Tácitamente, sin que mediaran explicaciones, el Conde le había designado como su escudero y, si bien Sikrosio se desazonaba por la oculta y secretísima orden que adivinaba en la mirada de su padre apenas le confió esta encomienda, tenía la certeza de que su designación no estaba movida únicamente por el hecho de ser el mayor de sus hijos, el más valeroso, fuerte y astuto. Pero no sabía cuál era aquella orden, aquella confianza demostrada hacia su persona, que iba más allá del afecto paterno o su conocimiento de los propios méritos: él debía hacer algo, si bien no acertaba qué cosa era la que se esperaba de él. No obstante, abrigado por su innata prudencia y recelo, Sikrosio se guardaba muy bien de averiguarlo. «Ya lo descubriré —rumiaba—. Entonces, lo llevaré a cabo.» Pero pasaron varios días y aquella misteriosa encomienda no se le revelaba. Pensaba y pensaba en ello, escudriñaba —espiaba, en verdad— cada gesto, mirada, silencio o palabra de su padre. Miraba al Príncipe, a solas, en la noche, rodeado de aquellos siete velones que en lo profundo le dolían —a la fuerza desde muy niño Sikrosio aprendió a economizar, en previsión a los nada raros días de forzosa austeridad— como un despilfarro inútil y sin sentido alguno, ya que su destinatario no parecía ni apercibirse de semejante alarde de generosidad. Le contemplaba comer, despacio, el labio superior apenas cubierto de una pelusa rubia, los labios rojos como los de una joven plebeya. El cabello caía desmayadamente sobre los costados de su rostro flaco, y rodeaba sus hombros. El cabello del Príncipe le recordaba la mies, cuando las malas y prematuras heladas frustraban su lozanía y color, jóvenes y tempranamente secas. «Como todo él —se decía—. Es joven, casi niño, y sin embargo, a veces, parece que ya está muerto, o que se haya instalado en su futura vejez para que le dejen tranquilo, sin obligaciones, ni deseos, ni memoria.» Súbitamente, un rayo atravesó su pensamiento y entendió. Sintió un escalofrío, en verdad inusitado, pero no era horror, ni miedo —era incapaz, aún, del miedo— ni placer. Era, simplemente, el soplo de una muy remota y hasta el momento jamás experimentada sensación de amenaza: desconocida, porque no sabía a ciencia cierta qué clase de amenaza se cernía sobre ellos. Y también, a seguido, le invadió una suerte de cólera apática, ligera como espuma, pero tal vez más desazonante que todas cuantas desazones conociera hasta el momento. «Estúpido niño —pensó—. Has caído en la trampa.» Mientras estas cosas sucedían en tierras del Conde Olar y en el propio seno de su familia, más allá de la tundra, hacia Occidente, el Rey agonizaba. Apenas apuntada la primavera, un hecho verdaderamente inusitado —habían oído hablar a los viejos campesinos y siervos de ellos, pero hacía muchas generaciones nadie les había visto en esa región— estremeció las tierras del Conde Olar. Una horda de piratas norteños, navegantes, rubios y verdaderamente sanguinarios —sólo comparables en su ferocidad a los temibles Jinetes del Este—, descendió aguas abajo, por el Oser, y cayó por sorpresa sobre ellos.



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