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Profesora
universitaria y miembro de la Real Academia Española donde ocupó el sillón “K”.
Fue la tercera mujer elegida para ello. También fue propuesta para el Nobel. Ha
ganado los premios Nadal, Planeta, Cervantes, Nacional de narrativa, Príncipe
de Asturias.
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con once años
vive la Guerra Civil, experiencia que la marca profundamente. Esto aparece en
sus primeras novelas como Los Abel (1948)
o Los soldados lloran de noche (1964).
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Su prosa es,
habitualmente, muy lírica. También tiene cierta cercanía con temas modernistas
y surrealistas.
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Es muy habitual
en ella la aparición de protagonistas adolescentes.
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Son también temas
habituales la maldad, el egoísmo, la hipocresía, la desmoralización…(quizá no
solo pesan sus vivencias en la Guerra Civil, sino su divorcio en los años 60 y
la pérdida de custodia de su hijo). Pero el tema fundamental que domina en
todas ellas es la guerra.
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Es muy habitual
que reúna sus obras en trilogías. Se suele considerar la mejor de ellas “Los
mercaderes” (formada por: Primera memoria,
Los soldados lloran de noche y La trampa).
OLVIDADO REY GUDU (1996)
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Se inserta dentro
del género de novela fantástica de ambientación caballeresca (o novela épica
fantástica) pero situada en reinos maravillosos (en este caso, el reino de Olar).
Se mezclan también elementos de las narraciones de hadas. Este género se debe
entroncar en Occidente con varios autores fundamentales. Por una parte, R.E.
Howard, creador del personajes de Conan
el Bárbaro y la guerrera Red Sonya; C.S. Lewis, autor de Crónicas de Narnia (siete novelas en la
década de 1950); pero sobre todo con J.R. Tolkien y sus obras El hobbit y la saga de El señor de los anillos.
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El libro va
dedicado a Hans Christian Andersen (autor de cuentos como El patito feo, La
sirenita), Charles Perrault (autor de cuentos como La Cenicienta, Pulgarcito,
La Bella y la Bestia…) y los hermanos Grim (El sastrecillo valiente), quienes a
través de sus fábulas y cuentos de la infancia condicionaron a la autora.
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En sus últimos
años, la autora aporta otro título de novela fantástica: Aranmanoth (2000) y un
título que mezcla la fantasía y la infancia: Paraíso inhabitado (2008).
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El significado de
la narración es principalmente antibelicista, pero no está exenta de violencia.
Esta temática la entronca con la novela de mediados de siglo.
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Hay multitud de
personajes (Rey Gudú, Reina Ardid, Conde Olar, Príncipe Predilecto, Princesa
Tontina, Ancio, Bancio, Cancio, Dancio, Encio…). Los personajes cambian de
visión y de carácter. Unas veces son odiosos, otras veces sentimos compasión
hacia ellos. Los dos únicos personajes auténticamente buenos son Almíbar y
Predilecto, pues los dos protagonistas, el Rey Gudú y Ardid, aunque correctos
en esencia, no están exentos de maldades y egoísmos.
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Técnicamente, el
narrador es omnisciente y muchas veces adelanta acontecimientos que pasarán
mucho tiempo después, con un fin profético.
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El libro comienza
y termina con una maldición.
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El hilo
argumental es la niña Ardid, que tras ver cómo sus padres son asesinados,
decide vengarse ayudada de un hechicero.
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La obra está
repleta de fábulas y de personajes mitológicos y la autora realiza más de un
guiño que nos devuelve al mundo de los cuentos de la infancia, ese territorio
remoto en el que habitaban reyes, princesas, magos y todo tipo de criaturas
fantásticas. Algunos personajes, como el Trasgo del Sur, tiene poderes mágicos.
ARGUMENTO
La novela nos narra la historia del reino de Olar, fundado por el hijo
del conde Olar, el rey Sikrosio, un reino que comienza a formarse a partir de
lo que sólo era un condado a fuerza de una ambición desmedida, crueldad sin
límites, el más puro egoísmo y también algo de azar. Para empezar, Sikrosio no
duda en matar a todos sus hermanos para conseguir el poder absoluto. La
historia de Olar y sus sucesivos reyes viene a ser una metáfora de la
humanidad, de su lado más cruel y brutal, pero también es el relato de las
pasiones, anhelos y virtudes de sus personajes. Como cabe imaginarse, Olar se
irá construyendo a lo largo de sucesivas guerras, expandiendo su territorio
hasta alcanzar su límite. El esplendor del reino de Olar llegará con Volodosio,
hijo de Sikrosio.
Volodioso conquista los reinos vecinos por la fuerza bruta, aniquilando prácticamente a todos sus enemigos. Una de las pocas personas que sobreviven es Ardid, la hija de un rey al que Volodioso mata. Ardid jura vengarse de Volodioso y, con la ayuda de su maestro El Hechicero invoca al Trasgo del Sur, que acepta ayudarla en sus propósitos a cambio de vino. Como parte de su plan de venganza, siendo todavía una niña, Ardid se casa con Volodioso, pero éste se cansa pronto de ella y permanece ocupado haciendo la guerra o acostándose con otras mujeres. Cuando Ardid es ya una mujer, Volodioso tiene un hijo con ella, al que llamarán Gudú en honor a un gran rey del pasado.
Cuando Gudú tiene tres años, su padre Volodioso es herido de muerte en una cacería, al ser embestido por un jabalí. En su lecho de muerte, convoca a sus hijos para nombrar el que será su heredero. Por una cuestión azarosa, la mano que Volodioso iba a posar sobre la cabeza de Predilecto, el hijo de su primer matrimonio, acaba posándose sobre Gudú, que se había metido bajo la cama del rey en busca de una pelota y sale justo en el momento en que la mano de Volodioso, con su último aliento, buscaba la cabeza de Predilecto, pasando a ser el niño Gudú el designado como sucesor.
Gudú es nombrado Rey de Olar, pero debido a su obvia inmadurez, Ardid pasa a ser la regente del reino hasta que su hijo tenga la edad suficiente. La Reina decide que para que su hijo sea el más grande rey que ha habido nunca en Olar debe extirparle todo el amor y la posibilidad de amar, para lo cual recurre a los poderes mágicos del Trasgo. Esto tenía una condición: si le extirpaban la capacidad de amar, con ella, desaparecería también la capacidad de llorar y, si lloraba alguna vez, todo sería olvidado. A partir de ese momento comienza la historia del reinado de Gudú en el que irán apareciendo muchos más personajes que desencadenarán más aventuras.
Volodioso conquista los reinos vecinos por la fuerza bruta, aniquilando prácticamente a todos sus enemigos. Una de las pocas personas que sobreviven es Ardid, la hija de un rey al que Volodioso mata. Ardid jura vengarse de Volodioso y, con la ayuda de su maestro El Hechicero invoca al Trasgo del Sur, que acepta ayudarla en sus propósitos a cambio de vino. Como parte de su plan de venganza, siendo todavía una niña, Ardid se casa con Volodioso, pero éste se cansa pronto de ella y permanece ocupado haciendo la guerra o acostándose con otras mujeres. Cuando Ardid es ya una mujer, Volodioso tiene un hijo con ella, al que llamarán Gudú en honor a un gran rey del pasado.
Cuando Gudú tiene tres años, su padre Volodioso es herido de muerte en una cacería, al ser embestido por un jabalí. En su lecho de muerte, convoca a sus hijos para nombrar el que será su heredero. Por una cuestión azarosa, la mano que Volodioso iba a posar sobre la cabeza de Predilecto, el hijo de su primer matrimonio, acaba posándose sobre Gudú, que se había metido bajo la cama del rey en busca de una pelota y sale justo en el momento en que la mano de Volodioso, con su último aliento, buscaba la cabeza de Predilecto, pasando a ser el niño Gudú el designado como sucesor.
Gudú es nombrado Rey de Olar, pero debido a su obvia inmadurez, Ardid pasa a ser la regente del reino hasta que su hijo tenga la edad suficiente. La Reina decide que para que su hijo sea el más grande rey que ha habido nunca en Olar debe extirparle todo el amor y la posibilidad de amar, para lo cual recurre a los poderes mágicos del Trasgo. Esto tenía una condición: si le extirpaban la capacidad de amar, con ella, desaparecería también la capacidad de llorar y, si lloraba alguna vez, todo sería olvidado. A partir de ese momento comienza la historia del reinado de Gudú en el que irán apareciendo muchos más personajes que desencadenarán más aventuras.
TEXTOS:
Los hijos del Conde Olar heredaron la extraordinaria fuerza física, los
ojos grises, el áspero cabello rojinegro y la humillante cortedad de piernas de
su padre. Sikrosio, el primogénito, tenía más rojo el pelo, también eran mayores
su fuerza y corpulencia, su destreza con la espada y su osadía. Por contra, de
entre todos ellos, resultó el peor jinete, precisamente por culpa de aquellas
piernas cortas, gruesas y ligeramente zambas que algunos —bien que a su
espalda—tildaban de patas. Si hubo algún incauto o malintencionado que se
atrevió a insinuarlo en su presencia, no deseó, o no pudo, repetirlo jamás.
Desde temprana edad, Sikrosio dejó bien sentado que no se trataba de una
criatura tímida, paciente, ni escrupulosa en el trato con sus semejantes. Su
valor y arrojo, tanto como su naturaleza, no conocían el desánimo, la
enfermedad, la cobardía, la duda, el respeto ni la compasión. Pronunciaba
estrictamente las palabras precisas para hacerse entender, y no solía escuchar,
a no ser que se refiriesen a su persona o su caballo, lo que decían los otros.
No detenía su pensamiento en cosa ajena a lances de guerra, escaramuzas o
luchas vecinales y, en general, a toda cháchara no relacionada con sus
intereses. Cuando no peleaba, distribuía su jornada entre el cuidado de sus
armas y montura, la caza, ciertos entrenamientos guerreros y placeres
personales —no muy complicados éstos, ni, en verdad, exigentes—. Era de natural
alegre y ruidoso, y prodigaba con mucha más frecuencia la risa que la conversación.
Sus carcajadas eran capaces de estremecer —según se decía— las entrañas de una
roca, y aunque consideraba probable que un día u otro el diablo cargaría con su
alma, tenía de ésta una idea tan vaga y sucinta —en lo profundo de su ser,
desconfiaba de albergar semejante cosa— que poco o nada se preocupaba de ello.
Amaba intensamente la vida —la suya, claro está— y procuraba sacarle todo el
jugo y sustancia posibles. A su modo, lo conseguía.
Siete velones ardían en torno a la mesa —rarísimo alarde en el Torreón
del Conde Olar— para alumbrar la comida del Príncipe Heredero. El fuego ardía
permanentemente, día y noche, junto a él, y sin embargo, temblaba de continuo.
Tenía los ojos asustados, miraba con recelo hacia los rincones oscuros, apenas
pronunciaba una palabra, menos aún una orden. Noche tras noche, desde su
llegada, Sikrosio le servía la mesa y guardaba su persona. Tácitamente, sin que
mediaran explicaciones, el Conde le había designado como su escudero y, si bien
Sikrosio se desazonaba por la oculta y secretísima orden que adivinaba en la
mirada de su padre apenas le confió esta encomienda, tenía la certeza de que su
designación no estaba movida únicamente por el hecho de ser el mayor de sus
hijos, el más valeroso, fuerte y astuto. Pero no sabía cuál era aquella orden,
aquella confianza demostrada hacia su persona, que iba más allá del afecto
paterno o su conocimiento de los propios méritos: él debía hacer algo, si bien
no acertaba qué cosa era la que se esperaba de él. No obstante, abrigado por su
innata prudencia y recelo, Sikrosio se guardaba muy bien de averiguarlo. «Ya lo
descubriré —rumiaba—. Entonces, lo llevaré a cabo.» Pero pasaron varios días y
aquella misteriosa encomienda no se le revelaba. Pensaba y pensaba en ello,
escudriñaba —espiaba, en verdad— cada gesto, mirada, silencio o palabra de su
padre. Miraba al Príncipe, a solas, en la noche, rodeado de aquellos siete
velones que en lo profundo le dolían —a la fuerza desde muy niño Sikrosio
aprendió a economizar, en previsión a los nada raros días de forzosa
austeridad— como un despilfarro inútil y sin sentido alguno, ya que su
destinatario no parecía ni apercibirse de semejante alarde de generosidad. Le
contemplaba comer, despacio, el labio superior apenas cubierto de una pelusa
rubia, los labios rojos como los de una joven plebeya. El cabello caía
desmayadamente sobre los costados de su rostro flaco, y rodeaba sus hombros. El
cabello del Príncipe le recordaba la mies, cuando las malas y prematuras
heladas frustraban su lozanía y color, jóvenes y tempranamente secas. «Como
todo él —se decía—. Es joven, casi niño, y sin embargo, a veces, parece que ya
está muerto, o que se haya instalado en su futura vejez para que le dejen
tranquilo, sin obligaciones, ni deseos, ni memoria.» Súbitamente, un rayo
atravesó su pensamiento y entendió. Sintió un escalofrío, en verdad inusitado,
pero no era horror, ni miedo —era incapaz, aún, del miedo— ni placer. Era,
simplemente, el soplo de una muy remota y hasta el momento jamás experimentada
sensación de amenaza: desconocida, porque no sabía a ciencia cierta qué clase
de amenaza se cernía sobre ellos. Y también, a seguido, le invadió una suerte
de cólera apática, ligera como espuma, pero tal vez más desazonante que todas
cuantas desazones conociera hasta el momento. «Estúpido niño —pensó—. Has caído
en la trampa.» Mientras estas cosas sucedían en tierras del Conde Olar y en el
propio seno de su familia, más allá de la tundra, hacia Occidente, el Rey
agonizaba. Apenas apuntada la primavera, un hecho verdaderamente inusitado
—habían oído hablar a los viejos campesinos y siervos de ellos, pero hacía
muchas generaciones nadie les había visto en esa región— estremeció las tierras
del Conde Olar. Una horda de piratas norteños, navegantes, rubios y
verdaderamente sanguinarios —sólo comparables en su ferocidad a los temibles
Jinetes del Este—, descendió aguas abajo, por el Oser, y cayó por sorpresa
sobre ellos.
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