viernes, 14 de diciembre de 2018

GENERACIÓN 27: OBRAS.


Pedro Salinas: Seguro azar (35 bujías), La voz a ti debida (Para vivir no quiero…).
García Lorca: Romancero gitano (Romance de la pena negra), Poeta en Nueva York (La aurora), Sonetos del amor oscuro.
Gerardo Diego: Soria (Romance del Duero), Columpio (Imagen) y Versos humanos (Ciprés de Silos).

Alberti: Marinero en tierra.

El mar. La mar.
El mar. ¡Sólo la mar!

¿Por qué me trajiste, padre, 
a la ciudad? 
¿Por qué me desenterraste 
del mar? 

En sueños la marejada 
me tira del corazón; 
se lo quisiera llevar. 

Padre, ¿por qué me trajiste 
acá?

Guillén: Cántico y Clamor.


Cernuda: Los placeres prohibidos (Si el hombre pudiera decir…), Donde habite el olvido.

Si el hombre pudiera decir lo que ama, 
si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo
como una nube en la luz; 
si como muros que se derrumban, 
para saludar la verdad erguida en medio,
pudiera derrumbar su cuerpo,
dejando sólo la verdad de su amor,
la verdad de sí mismo,
que no se llama gloria, fortuna o ambición,
sino amor o deseo,
yo sería aquel que imaginaba;
aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos
proclama ante los hombres la verdad ignorada,
la verdad de su amor verdadero.

Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien
cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;
alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina
por quien el día y la noche son para mí lo que quiera,
y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu
como leños perdidos que el mar anega o levanta
libremente, con la libertad del amor,
la única libertad que me exalta,
la única libertad por que muero.

Tú justificas mi existencia:
si no te conozco, no he vivido;
si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.
Dámaso Alonso: Hijos de la ira (Insomnio, Mujer con alcuza).


Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas).
A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo 
en este nicho en el que hace 45 años que me pudro, 

y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros, 
o fluir blandamente la luz de la luna. 

Y paso largas horas gimiendo como el huracán, 
ladrando como un perro enfurecido, 
fluyendo como la leche de la ubre caliente de una gran vaca amarilla. 

Y paso largas horas preguntándole a Dios, 
preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma, 

por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad de Madrid, 

por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo. 

Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre? 

¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día, 

las tristes azucenas letales de tus noches?

Aleixandre: Historia del corazón (En la plaza).

Hermoso es, hermosamente humilde y confiante,
vivificador y profundo,
sentirse bajo el sol, entre los demás, impelido,
llevado, conducido, mezclado, rumorosamente
arrastrado.

No es bueno
quedarse en la orilla
como el malecón o como el molusco que quiere
calcáreamente imitar a la roca.
Sino que es puro y sereno arrasarse en la dicha
de fluir y perderse,
encontrándose en el movimiento con que el gran
corazón de los hombres palpita extendido.

Como ése que vive ahí, ignoro en qué piso,
y le he visto bajar por unas escaleras
y adentrarse valientemente entre la multitud y
perderse.
La gran masa pasaba. Pero era reconocible el diminuto
corazón afluido.
Allí, ¿quién lo reconocería? Allí con esperanza, con
resolución o con fe, con temeroso denuedo,
con silenciosa humildad, allí él también
transcurría.
Era una gran plaza abierta, y había olor de existencia.
Un olor a gran sol descubierto, a viento rizándolo,
un gran viento que sobre las cabezas pasaba su mano,
su gran mano que rozaba las frentes unidas y las
reconfortaba.

Y era el serpear, que se movía
como un único ser, no sé si desvalido, no sé si
poderoso
pero existente y perceptible, pero cubridor de la tierra.

Allí cada uno puede mirarse y puede alegrarse y puede
reconocerse.
Cuando, en la tarde caldeada, solo en tu gabinete,
con los ojos extraños y la interrogación en la boca,
quisieras algo preguntar a tu imagen,

no te busques en el espejo,
en un extinto diálogo en que no te oyes
Baja, baja despacio y búscate entre los otros.
Allí están todos, y tú entre ellos.
Oh, desnúdate y fúndete, y reconócete.
Entra despacio, como el bañista que, temeroso, con
mucho amor y recelo al agua,
introduce primero sus pies en la espuma,
y siente el agua subirle, y ya se atreve, y casi ya se
decide.
Y ahora con el agua en la cintura todavía no se confía.
Pero él extiende sus brazos, abre al fin sus dos brazos
y se entrega completo.
Y allí fuerte se reconoce, y crece y se lanza,
y avanza y levanta espumas, y salta y confía,
y hiende, y late en las aguas vivas, y canta, y es joven.

Así, entra con pies desnudos. Entra en el hervor, en la
plaza.
Entra en el torrente que te reclama y allí sé tú mismo.
¡Oh pequeño corazón diminuto, corazón que quiere
latir
para ser él también el unánime corazón que le alcanza!

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